Mark Buckingham, a pesar de quizás no estar especialmente dotado para los superhéroes, es un profesional consumado y solo por su trabajo en Fables se requeriría que tuviese una mayor presencia en la industria.
A falta de otros encargos, ha venido Gaiman a rescatarlo como ilustrador de un conjunto de relatos que hace poco yo mismo leí en su versión original, sin ilustrar.
Lo primero que te choca, al entrar en aquel bar de Tottenham Court -una de las pocas zonas que frecuentaba durante mi año en Londres, acechando las novedades del antiguo Forbidden Planet de Oxford St.- es la habilidad de Gaiman como narrador: Lo que Buckingham dibuja ya había estado en mi cabeza primero, con todo lujo de detalles.
Ahora, cuando eres capaz de mantener la atención del lector en una historia que inclue enfermedades venéreas y consultas al médico, ahí ya si te has graduado.
La versatilidad que Gaiman muestra en estas historias son los galones de su currículum, y ninguna de ella funcionaría si no estuviesen totalmente ancladas en esa realidad británica que evoca, y esos rincones que yo compartí hace ya cuatro lustros.
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