domingo, 17 de diciembre de 2023

SAMSARA: HAY OTROS MUNDOS: ESTAN EN ESTE... Y MÁS ALLÁ

No estamos solos. En el incierto viaje que, sin querer, iniciamos por un infierno "empedrado" por buenas intenciones y equívocos desvíos, no solo nuestros mejores amigos nos han acompañado. 

Una sabia batuta invisible sincronizó hace mucho tiempo una silenciosa melodía -como el sutil titilar que expresa en Star Wars las misteriosas vías de La Fuerza- con los esfuerzos de estos pues, imperfectos y mortales, siempre hay algo que se nos escapa.
Ya nos pasó con Beau tiene miedo, Napoleón trata precisamente de eso, de como el todo de la Historia y el Espíritu es más grande que los individuos, y ahora nuestra particular trilogía termina con esta sorprendente y singular, profunda y sabia película que lleva como título -como no- el término sánscrito que define el ciclo del nacimiento, vida, muerte y resurrección. 

 La Rueda del Destino ha dado media vuelta, y ahora, situados en su parte inferior, solo nos queda subir.

La película del gallego Lois Patiño, cuya visión artística nos ha impresionado tanto como a los que le concedieron su triunfo en la Berlinale, no era exactamente lo que esperábamos -una especie de documental sobre el Budismo más genérico y abarcante- sino algo mucho más simple,  humano y a la vez, absolutamente divino, como lo son los paisajes de Laos o las playas de Zanzibar, cuyas mareas -no nuestros miedos y esperanzas, ni los medios de comunicación, ni los gobiernos, los bancos, las guerras o las fugaces paces que disfrutamos en nuestros corazones parecen marcar el ritmo del Mundo.
El film nos llega -como saben los monjes budistas de bellisimos hábitos azafrán- cuando lo necesitamos, haciéndonos comprender en sus primeras secuencias que este mundo en que nos movemos, occidental, ajetreado, convulso, enfermo, inhumano, limitado, ruidoso y temporal ni se acerca de lejos a la Realidad ni la contiene mínimamente, por más que nuestros frágiles pero resilentes corazones acaben aplastados bajo el.
Antes de iniciar el viaje post-morten que, con autoridad y belleza describen las líneas del Libro Tibetano de los Muertos que uno de los monjes recita ante una humilde pero profundamente sabia anciana, lista para despedirse de este mundo, pero no de la vida, la historia, no por casualidad, se inicia en una Biblioteca. 

El lugar de la Sabiduría. Las palabras como los diminutos engranajes que, haciendo así rozar aún fugazmente nuestras mentes unas con otras, nos conducen -indefectiblemente atados por el lenguaje, impulsados por el amor- hacia la resolución final, la nuestra y la de la Creación.
Una invitación a retirarnos del mundanal ruido, si no en Laos, en otros refugios más cercanos donde la Naturaleza escapa a las disupciones con la que la hemos tocado fatalmente los hombres. 

El recurso narrativo de la muerte es MAGISTRALMENTE usado por el director para, con el mismo pulso firme del escritor del Bardo Thodol, se atreve a llevarnos de la mano en el ultraterreno viaje que describe la Liberación a través de los Sonidos durante el Estado Intermedio, siendo este el Bardo: aspecto de la Realidad tal y como lo puede percibir nuestra mente.
Así transcendemos a una nueva vida, semejante y a la vez completamente distinta, la de las recolectoras de algas de las playas de Zanzibar, por cuyas orillas en el África oriental nos guían una pequeña niña musulmana y su cabritilla.
Allí aprendemos la antigua sabiduría de los Swahili, un paraiso terrenal que nos hace desear pisarlo y lavar en sus olas los pesares que este mundo infringe sobre nuestros pies. 

No lo dejen para más tarde, solo viajando podemos curar esa ignorancia que nos hace creer que nuestro modo de vida, amenazado y agonizante, es el único o verdadero.
Hay mundos dentro de mundos y mundos más allá de este. 

Enhorabuena para tan aduaz psicopompo que ha sido capaz de cruzarlos de ida a vuelta y regresar triunfal. 

 

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