lunes, 22 de febrero de 2016

SHERLOCK HOLMES, POR JORGE LUIS BORGES

Como parte de nuestro homenaje a Umberto Eco, es el momento perfecto para recuperar este poema que Jorge Luis Borges escribió sobre Sherlock Holmes.

No sabemos si la afición de Eco por Holmes le vino también por la de Borges, pero es realmente curiosa la coincidencia que, en El Nombre de la Rosa coincidan tanto la versión de Eco de Sherlock Holmes como el homenaje que hace el escritor a Borges en la persona del ciego Jorge de Burgos.



No salió de una madre ni supo de mayores.

Idéntico es el caso de Adán y de Quijano.

Está hecho de azar. Inmediato o cercano

lo rigen los vaivenes de variables lectores.


No es un error pensar que nace en el momento

en que lo ve aquel otro que narrará su historia

y que muere en cada eclipse de la memoria

de quienes lo soñamos. Es más hueco que el viento.



Es casto. Nada sabe del amor. No ha querido.

Ese hombre tan viril ha renunciado al arte

de amar. En Baker Street vive solo y aparte.

Le es ajeno también ese otro arte, el olvido.


Lo soñó un irlandés, que no lo quiso nunca

y que trató, nos dicen, de matarlo. Fue en vano.

El hombre solitario prosigue, lupa en mano,

su rara suerte discontinua de cosa trunca.




No tiene relaciones, pero no lo abandona

la devoción del otro, que fue su evangelista

y que de sus milagros ha dejado la lista.

Vive de un modo cómodo: en tercera persona.


No baja más al baño. Tampoco visitaba

ese retiro Hamlet, que muere en Dinamarca

que no sabe casi nada de esa comarca

de la espada y del mar, del arco y de la aljaba.



(Omnia sunt plena Jovis.1 De análoga manera

diremos de aquel justo que da nombre a los versos

que su inconstante sombra recorre los diversos

dominios en que ha sido parcelada la esfera.)


Atiza en el hogar las encendidas ramas

o da muerte en los páramos a un perro del infierno.

Ese alto caballero no sabe que es eterno.

Resuelve naderías y repite epigramas.


Nos llega desde un Londres de gas y de neblina

un Londres que se sabe capital de un imperio

que le interesa poco, de un Londres de misterio

tranquilo, que no quiere sentir que ya declina.


No nos maravillemos. Después de la agonía,

el hado o el azar (que son la misma cosa)

depara a cada cual esa suerte curiosa

de ser ecos o formas que mueren cada día.


Que mueren hasta un día final en que el olvido,

que es la meta común, nos olvide del todo.

Antes que nos alcance juguemos con el lodo

de ser durante un tiempo, de ser y de haber sido.



Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una

de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte

y la siesta son otras. También es nuestra suerte

convalecer en un jardín o mirar la luna.

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